Tenía muchas habitaciones, una sala con unos sillones de color gris donde siempre dormía el gato al que mi tío Porfirio (siempre hábil para nombrar mascotas) había llamado Gorvachov, animal al que nunca pude tocar. En la planta alta había otra sala, más pequeña, donde alguna vez me atacó un doberman y de nuevo creí que moriría... a decir verdad, no recuerdo cómo es que salí ileso, pero mis padres ni por enterados (mi mamá se enteró hace poco cuando lo comenté casualmente un día que fui a comer con ella cerca de su trabajo, mi padre ni sabe). Detrás tenía un terreno sin construir al que se accesaba sólo por una puerta metálica fea, la cual una vez quedó cerrada por horas (o eso sentí) mientras yo lloraba triste al experimentar por primera vez la soledad absoluta al quedarme del otro lado sin que nadie se diera cuenta.
Por si fuera poco, mi padre siempre me fomentó ideas idiotas de tipo "es que esa casa está embrujada," que al momento sólo me parecían una broma de muy mal gusto para que el lugar me intimidara aún más de lo que ya lo hacía (al crecer me di cuenta de que de verdad lo creía, momento cumbre de mi pérdida casi total de respeto por él).
Sobra decir que nunca esperaba con ansias las visitas al 1980ytantos de la Calzada de Taxqueña.
Sin embargo, hay al menos algo que siempre recuerdo dichoso sobre esa casa. Justo entre la sala de Gorvachov y la salida que daba directa a la puerta de metal del terreno sin construir había un pasillo que llevaba a un cuarto en el que nunca nadie se paraba; un lugar con un sofá pequeño, unas sillas, una mesa pequeña de mármol que imitaba un tablero de ajedrez (del cual nunca nadie me supo decir donde estaban las piezas) y un librero lleno de magia.
Colecciones enteras de enciclopedias (algunas de ellas gráficas), atlas, novelas que me parecían inmensas y no me creía capaz de leer nunca, biografías y un montón de libros chafones de consulta que vendía Readers Digest de entre los que mi favorito siempre fue uno llamado Cómo son y cómo funcionan casi todas las cosas, el que leía maravillado brincando de página en página y descubriendo lo que en ese entonces consideraba los mayores secretos del universo: el vuelo de un avión, la razón por la que un cerillo prende, qué es el espacio y como se llega a él, si los trucos de magia de verdad eran magia, la forma en la que hacían algunos efectos especiales en el cine y la televisión... efectos especiales que cualquier vago hoy puede hacer con una computadora estandar tras un rato de ocio siguiendo un tutorial.
No recuerdo donde leí (problema común recientemente) una frase que más o menos decía lo siguiente:
La gente que vive una época dorada usualmente no se da cuenta de ello. Las grandes obras del arte, la tecnología y la cultura resultan opacadas por otros problemas latentes dentro de la misma sociedad. Recordarlo es importante, ya que creo totalmente que estamos viviendo dentro de una de esas épocas, la más importante tal vez: el momento en el que el conocimiento es accesible y crece a pasos agigantados, momento en el que la sabiduría que se genera es lo más necesitado. Siempre lo digo, pero no sé si los demás lo entiendan, me crean o les importe.Ojalá lo entendiéramos, lo creyéramos, nos importara...
Años después, después de que se hubieran mudado un montón de veces encontré en la nueva casa algunos de los libros y me robé lo que pude. Un atlas (que utilicé a mis 13 años para sentar las bases de una historia chafona de ciencia ficción en la que trabajé por un par de años), un volumen de las obras completas de Shakespeare (que me presentó a Hamlet, a Romeo y a Julieta), Don Quijote, algunas enciclopedias y a mi libro favorito de Readers Digest, con el que me volví a topar hoy...
1 comentario:
yo si creo en mi época,
ahora ya no creo en mi...
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